domingo, 16 de abril de 2017

La pared


La pared se elevaba unos tres metros sobre la vereda, una perfecta continuación plana, extensa, perfecta para apoyarse a esperar nada, conversar. El método era sencillo, llegar hasta ahí, apoyarse de espalda a la pared, por supuesto, doblar una pierna hacia atrás, podía ser una o la otra esto a gusto del doblador, descansando el pie sobre el muro. A partir de ahí se daban generalmente dos o tres situaciones que casi siempre eran las mismas. Se podía llegar solo, seguir el método antes indicado, luego ponerse a observar la gente pasar esperando que algún conocido se acercara y comenzar una conversación sobre bueyes perdidos (temas transcendentales). Otra manera era llegar ya acompañado y cual perros que buscan donde orinar, buscar un lugar donde apoyarse. Generalmente no eran más de tres o cuatro a la vez los que hacían uso del espacio, no porque el grupo no contase con más miembros, si no, simplemente que se alternaban. Había uno, llegaban dos, se iba uno, llegaban tres, y así.
El único problema o inconveniente relacionado con tan estratégico lugar era el dueño de la casa a la que la pared protegía  del afuera. El viejo Filomón. En el barrio decían que había quedado viudo hacia unos veinte años, un viejo operario de aduana ya jubilado que no tenía hijos. Las malas lenguas contaban que su esposa lo había soportado durante años y que seguramente por eso falleció primero, aunque ella tampoco era una dulzura de persona. El viejo Filomón vivía solo y a pesar de sus casi ochenta años aún podía salir al patio y ahuyentar con un palo o a los gritos a los que osaban descansar sobre su pared alterando aún más su podrido humor. Así desde  años atrás. El viejo hacía medio siglo que vivía en aquella casa que es lo mismo decir desde siempre y desde que se recordaba tenía ese carácter amargo tan característico.
Años atrás con el que más problemas o bronca se tenían era con Carlos, un asunto recíproco. Convengamos que Carlos era muy osado, siempre quería ir el cuando la pelota iba aparar al patio del viejo desde el solar contiguo a la casa, porque si, además del uso del muro el solar donde se jugaba al fútbol quedaba contiguo al lateral de la vivienda. Un motivo más de queja para Filomón. Se jugaba siempre a todo o nada, entonces no era muy raro que la pelota fuese a parar al patio de la casa cada dos por tres. Carlos y el viejo habían tenido varias peleas entre ellos. Con el paso del tiempo, Carlos se fue alejando del barrio lo que no significaba el fin del odio. Este alejarse se debía a que el era un poco más grande que todos en edad y había conseguido trabajo supuestamente en otro lado más alejado de su habitual barrio, aunque sentía una deuda con todos los demás, sobre todo luego que en un acto de rebeldía absurda rompió todos los vidrios de la casa provocando ya una ira loca y sin control en el viejo Filomón. Entonces el anciano añadió a su palo para ahuyentar una honda y hasta piedras del tamaño de un puño para ser utilizadas en su cometido, se vislumbraba ya un estado de enajenación sin control. Por cierto que la actitud de Carlos no se comprendió nunca, romper todos los vidrios, suficientes eran la peleas diarias por la pared o la pelota, el nunca pudo redimirse con los del barrio, pedir disculpas, a una situación de ingenuo enfado y no dar explicaciones le siguió que dejamos de verlo con asiduidad. Tal fue causal de este distanciamiento que comenzó a juntarse con otra gente de la que no se tenía mayores precisiones, así hasta que llegó la noticia de su muerte por un disparo en circunstancias poco claras.
El viejo desde entonces fue una furia, nada más bastaba que alguien se acercara a la pared con su grupo de amigos para que al rato comenzaran las andanadas de insultos, amenazas y agresiones varias. Aún así la pared seguía siendo un punto de reunión.
Hasta el día en que el viejo fue más lejos; solo basto que escuchara ruido fuera de su propiedad para que saliera con una escopeta que nadie sabía el tuviese guardada. Se acercó sigilosamente, quien sabe con que fin. Del otro lado los muchachos con los pies apoyados en su pared conversaban con animosidad. Cualquiera que pudiese haber visto a Filomón en ese momento dijese que iba dispuesto a todo, a matar sin remordimientos. Avanzaba por el patio con el mayor de los cuidados para no ser oído, tenía el plan completamente estudiado con frialdad y precisión. La tarima fabricada con viejos cajones de madera, una mesa en desuso y bloques de cemento, la había ido construyendo días atrás a la espera del momento apropiado para poder usarla. Estando encima daba la altura necesaria para sobrepasar la pared y de esta manera dominar el campo enemigo y a este, que tenía la valentía de invadir su frontera. Comenzó a subir lo más silencioso posible, paso a paso, tratando de no alertar a sus contrincantes. Subía con dificultad pero con la tozudez del rencoroso. Anochecía, una diminuta luz que se colaba quien sabe por donde provocaba un reflejo fantasmal en la escopeta del 20. La sujetaba, gracias a esa nutrida rabia, con fuerza. Estaba decidido al todo o nada. De pronto algo sujeto su pie, no le permitió dar el siguiente paso. Los muchachos del otro lado oyeron un ruido sordo y nada más. El viejo sujeto del pie de pronto se vio levantado por sobre su altura cabeza abajo. La escopeta se le escapó de las manos y fue a dar entre las plantas colocadas en línea paralelas a la pared. En un abrir y cerrar de ojos estaba a veinte metros sobre el suelo. Una sensación de  terror asfixiante ganó espacio dentro de su maltrecho cuerpo y lo hizo orinarse encima, pero como estaba cabeza abajo esa orina se coló por todos lados logrando mojarle asquerosamente la cara. Con todas sus fuerzas intentaba mirar para arriba tratando de adivinar que era lo que lo alzaba cabeza abajo cada vez más alto sin parar. No lograba ver nada. Cada vez el suelo se alejaba más, ya no podía distinguir el techo de su casa. En un momento en que todo quedó en  suspensión dejó de subir, toda gravidez desapareció y una tensa calma invadió el ambiente. Durante esa fracción de segundos en que duró la calma, miles de imágenes pasaron por la mente de Filomón, imágenes confusas, imágenes que el propio medio había convertido en condenatorias de su accionar. El miedo no es tonto. Así, sin más, de un momento a otro comenzó a caer a una velocidad inusitada, ya nada lo sostenía cabeza abajo por los pies. Vio acercarse espantosamente el suelo sin poder hacer nada. Aterrorizado, con el rostro desdibujado por el miedo, se estrelló contra el piso. No murió, quedó consiente, un dolor inmenso, más allá de lo imaginable se apoderó de el, no podía moverse. Aún así algo volvió a sujetarlo por los pies, pero esta vez no lo levantó si no que comenzó a arrastrarlo a través de los cardos, yuyos y espinas que habían poblado el viejo solar que continuaba sin ningún tipo de construcción. En la caída no se dio cuenta a que lugar fueron a parar sus maltrechos huesos. En el viejo terreno ya nadie jugaba y los pastizales, cardos y espinas habían logrado invadir el lugar. Estaba siendo arrastrado violentamente, su piel herida de una forma que lo hacía gemir de dolor.
Abandonado imprevistamente en medio del solar, antes que la oscuridad de la inconsciencia lo ganara , creyó ver en medio del delirio por el dolor la figura de Carlos que se alejaba, luego el negro lo fue todo.
Cuando despertó, el sol ya estaba más allá del amanecer, pensó en una mala noche de pesadillas y sueños raros. Intentó moverse pero un inconmensurable dolor agudo recorrió de punta a punta su cuerpo, incorporándose a duras penas logró ver la infinidad de laceraciones, algunas realmente preocupantes por su profundidad, sobre su piel y músculos. El dolor e inmovilidad lo acompañarían por un tiempo mas que extenso.
En el barrio se comentó en su momento sobre la sorpresiva desaparición del viejo. Lograba verse alguna que otra luz encendida en la casa pero del viejo ni noticias. Nadie intentó indagar más allá.
Los muchachos del barrio no tuvieron nunca más inconveniente de hacer uso de la pared.