Una conocida
leyenda oriental muy difundida últimamente habla sobre la conexión que
existiría entre aquellas personas que se encuentran en los extremos de un
hipotético hilo rojo; unión que incluso
podría, siempre en el campo de las conjeturas, sortear las barreras de la
distancia y el tiempo. Obviamente, este hilo tiene en sus extremos a personas
que al encontrarse no podrán dar lugar a otra cosa que al amor.
En la vida de
Osvaldo no había muchas emociones. No había, no hubo, y seguramente,
proyectando sobre la evidencia, no habría.
Penumbrosa y tétrica vida, sin siquiera los suficientes atractivos como
para detenerse a hablar de ella. Salvo por una sola y concurrente situación;
Osvaldo siempre soñaba que mataba a una persona, no había más detalles. Sólo eso,
una imagen casi estática de él en persona matando a un tipo desconocido. De tan
repetitivo que era el sueño, Osvaldo ya lo había interiorizado como un dogma
macabro y certero. Sentía que en algún momento de su vida iba a terminar con la
vida de alguien.
Al Niño Luz, que
mantenía el nombre a pesar de contar ya con 25 años, lo habían criado con la
creencia arraigada en su interior, de que podía sanar a las personas. Lo que de
él escapaba, hasta en sus detalles más grotescos, era el jugoso negocio que sus
familiares habían montado a su alrededor. Aprovechado por sus padres y
hermanos, él era un ser inocuo a merced de sus caprichos. No tomaba ninguna
decisión por sí mismo, sus parientes y ese misticismo estúpido y sin sentido
que se hace sobre ciertas cosas, lo habían condenado a vivir a disposición de
los demás, por un monto razonable, claro está. De sus poderes sanadores no se
tenía mayor veracidad científica, pero era famoso desde niño y a él acudían
muchísimas personas con diferentes problemas para atender. Sus jornadas eran
extenuantes, y en ocasiones sólo pensaba en escapar a un lugar tranquilo y
acogedor. El Niño Luz anhelaba un paradisíaco día en que todo su calvario
sanador finalizara. Él, al igual que Osvaldo, también tenía una recurrente
visión onírica, soñaba que un hombre aparecía de la nada y hacía desaparecer en
un segundo todo su sufrimiento.
Osvaldo
intentaba también aliviar su desdicha, calmar de una manera u otra la opresión
que sentía cada vez que se levantaba y se prolongaba durante el día. Quería
apagar los desconsolados sueños oscuros. Le hablaron del Niño Luz en el
transcurso del viaje urbano de un día cualquiera en trasporte público; mejor
dicho prestó atención a la conversación que mantenían dos señoras sentadas a
corta distancia de él. Habiéndose asegurado dirección y modo de llegar, se
dispuso ir a verlo. Quizá en este ignoto, muchacho, estaba la solución a su
triste vida.
Cierto
entusiasmo inusitado precedió al día que había dispuesto para la visita, se
podría decir que estaba, incluso, extrañamente alegre, tenía una buena
corazonada.
El Niño Luz por
su parte, por primera vez en su vida había tenido un presagio y la sensación de
que algo grande se avecinaba. Tantos años sin tener bien en claro cuál era el
poder que tenía y por qué la gente acudía a él; y sin embargo en ese preciso
momento la situación era otra, podía asegurar, sin temor a equivocarse, de que
un suceso de características extraordinarias iba a tener lugar.
Osvaldo llegó al
sitio en cuestión, era una casa de barrio normal con una especie de salón
frente a ella, el lugar contaba con el suficiente espacio como para que las
personas estuviesen bajo techo y sentadas esperando ser atendidas, una cortina
de color rojo intenso ocultaba quién sabe qué, pero tras ella se escuchaba
regularmente un puerta que se abría y cerraba.
El Niño Luz se
encontraba tranquilo y nada pesaba sobre su ser. Se podía decir que una placentera sensación de ingravidez, suave
calor y dicha lo invadía. Observaba con
deseo la puerta que estaba detrás de la cortina, pero de su lado no había paño
que la ocultase. Esperaba, sabía que el momento había llegado.
Entró Osvaldo. En
un segundo, que como en un manga japonés se prolongó indefinidamente, se
observaron. Cada uno supo quién era el otro, qué era el otro. Se sonrieron como
dos viejos amigos que esperaban cada uno el encuentro. Osvaldo, sin mediar
palabra, corrió hacia el Niño Luz, lo
tomó del cuello y comenzó a ahorcarlo apretándolo con inusitada fuerza por el
cuello. Los dos reían como locos. Apretó con ímpetu hasta que el cuerpo del
Niño vidente se relajó en sus manos.
Ambos
conservaban la sonrisa, el Niño Luz muerto sobre su silla y Osvaldo mientras se
iba.