viernes, 17 de junio de 2016

La abeja en el piso

Etiem ya me había advertido,- Rodriguitico; como me dice él; -hay una abeja ahí-, y señala el piso de la sala cerca del sillón; -vamos a dejarla tranquila le digo, más tarde seguro sale por la ventana. Eran como las siete de la noche, luego me olvidé del asunto.
Hoy me levanto temprano, me ducho, y luego hago café. Voy a sentarme al sillón de la sala, cuando apoyo la mano sentí el pinchazo, inmediatamente me di cuenta. Voy rápido y busco un cubito de hielo para colocarme en la mano, cuando regreso al sillón veo la abeja muerta en el piso, triste destino este el del pobre bicho, picar y morir sin siquiera disfrutar del asunto. Me siento, la observo, diría que me dio pena. Varias imágenes pasan en una fracción de segundo por mi mente; el cuento del chino con el alacrán que lo picaba cada vez que este intentaba agarrarlo; otras imágenes sobre el cuidado y preservación de los animales, hasta una imagen mía practicando el   vegetarianismo. Hasta ahí; tomo un sorbo de mi café y el mundo sigue. La abeja …; en el piso. 




sábado, 11 de junio de 2016

El hilo roblood

Una conocida leyenda oriental muy difundida últimamente habla sobre la conexión que existiría entre aquellas personas que se encuentran en los extremos de un hipotético hilo rojo;  unión que incluso podría, siempre en el campo de las conjeturas, sortear las barreras de la distancia y el tiempo. Obviamente, este hilo tiene en sus extremos a personas que al encontrarse no podrán dar lugar a otra cosa que al amor.
En la vida de Osvaldo no había muchas emociones. No había, no hubo, y seguramente, proyectando sobre la evidencia, no habría.  Penumbrosa y tétrica vida, sin siquiera los suficientes atractivos como para detenerse a hablar de ella. Salvo por una sola y concurrente situación; Osvaldo siempre soñaba que mataba a una persona, no había más detalles. Sólo eso, una imagen casi estática de él en persona matando a un tipo desconocido. De tan repetitivo que era el sueño, Osvaldo ya lo había interiorizado como un dogma macabro y certero. Sentía que en algún momento de su vida iba a terminar con la vida de alguien.
Al Niño Luz, que mantenía el nombre a pesar de contar ya con 25 años, lo habían criado con la creencia arraigada en su interior, de que podía sanar a las personas. Lo que de él escapaba, hasta en sus detalles más grotescos, era el jugoso negocio que sus familiares habían montado a su alrededor. Aprovechado por sus padres y hermanos, él era un ser inocuo a merced de sus caprichos. No tomaba ninguna decisión por sí mismo, sus parientes y ese misticismo estúpido y sin sentido que se hace sobre ciertas cosas, lo habían condenado a vivir a disposición de los demás, por un monto razonable, claro está. De sus poderes sanadores no se tenía mayor veracidad científica, pero era famoso desde niño y a él acudían muchísimas personas con diferentes problemas para atender. Sus jornadas eran extenuantes, y en ocasiones sólo pensaba en escapar a un lugar tranquilo y acogedor. El Niño Luz anhelaba un paradisíaco día en que todo su calvario sanador finalizara. Él, al igual que Osvaldo, también tenía una recurrente visión onírica, soñaba que un hombre aparecía de la nada y hacía desaparecer en un segundo todo su sufrimiento.
Osvaldo intentaba también aliviar su desdicha, calmar de una manera u otra la opresión que sentía cada vez que se levantaba y se prolongaba durante el día. Quería apagar los desconsolados sueños oscuros. Le hablaron del Niño Luz en el transcurso del viaje urbano de un día cualquiera en trasporte público; mejor dicho prestó atención a la conversación que mantenían dos señoras sentadas a corta distancia de él. Habiéndose asegurado dirección y modo de llegar, se dispuso ir a verlo. Quizá en este ignoto, muchacho, estaba la solución a su triste vida.
Cierto entusiasmo inusitado precedió al día que había dispuesto para la visita, se podría decir que estaba, incluso, extrañamente alegre, tenía una buena corazonada. 
El Niño Luz por su parte, por primera vez en su vida había tenido un presagio y la sensación de que algo grande se avecinaba. Tantos años sin tener bien en claro cuál era el poder que tenía y por qué la gente acudía a él; y sin embargo en ese preciso momento la situación era otra, podía asegurar, sin temor a equivocarse, de que un suceso de características extraordinarias iba a tener lugar.
Osvaldo llegó al sitio en cuestión, era una casa de barrio normal con una especie de salón frente a ella, el lugar contaba con el suficiente espacio como para que las personas estuviesen bajo techo y sentadas esperando ser atendidas, una cortina de color rojo intenso ocultaba quién sabe qué, pero tras ella se escuchaba regularmente un puerta que se abría y cerraba.
El Niño Luz se encontraba tranquilo y nada pesaba sobre su ser. Se podía decir que una  placentera sensación de ingravidez, suave calor y dicha  lo invadía. Observaba con deseo la puerta que estaba detrás de la cortina, pero de su lado no había paño que la ocultase. Esperaba, sabía que el momento había llegado.
Entró Osvaldo. En un segundo, que como en un manga japonés se prolongó indefinidamente, se observaron. Cada uno supo quién era el otro, qué era el otro. Se sonrieron como dos viejos amigos que esperaban cada uno el encuentro. Osvaldo, sin mediar palabra, corrió hacia  el Niño Luz, lo tomó del cuello y comenzó a ahorcarlo apretándolo con inusitada fuerza por el cuello. Los dos reían como locos. Apretó con ímpetu hasta que el cuerpo del Niño vidente se relajó en sus manos.
Ambos conservaban la sonrisa, el Niño Luz muerto sobre su silla y Osvaldo mientras se iba.